Tercer Éxodo  
 
  El baño de la muchacha 04-05-2024 19:35 (UTC)
   
 


EL BAÑO DE LA MUCHACHA.
Enviado por Bokung Ondo Akum el 05/08/2012 a las 01:57 AM
Etiquetas: Río belleza narración. | Categorías Literatura


Era uno de esos días de intenso calor, insoportable bochorno típico de los climas tropicales. Para sofocar el calor que lo asfixiaba, una joven mujer decidió darse un chapuzón en el río, al otro lado de la carretera que atravesaba su poblado.

La joven mujer colgó del brazo un ligero cazo para proveerse de agua fresca para beber cuando estuviera de vuelta a casa. Se dejó guiar por el sendero zigzagueante que descendía hacia el río. Ya junto a aquél remanso de aguas límpidas, surcando impertérritas el frondoso bosque circundante al pueblo, la joven se desnudó posando su ropa sobre un mohoso tronco erguido de un árbol antaño talado. Con pasos lentos pero firmes, la mujer se encaminó hacia el suave silencio del río, con los brazos cruzados sobre su pecho como si tratara de ocultar sus enhiestos pechos.

Nadó de orilla a orilla dos, tres,…, tantas veces cuanto pudo. Se sintió muy aliviada. Se zambulló cuantas veces quiso hasta extasiarse del placer del agua que resbalaba sobre su tersa piel de ébano. La muchacha tenía unos ojos tan grandes como platillos color Tanganyka, cuya mirada parecía atravesar las espesuras.

Al instintivo giro de su cuello de cisne se percató de una extraña presencia. Una observación más atenta llevó su mirada hacia el medio tronco de árbol sobre el que posaban sus ropas. Alguien acababa de llevarse toda su ropa.

Sumergida de la cintura para abajo en el río, confusa y estupefacta, se preguntaba cómo llegaría de vuelta a su casa desnuda; y es que la tarde iba avanzando con una celeridad endiablada. Los búhos y las lechuzas ya empezaban con su coro de canto fúnebre: miedo e indignación en una.

***

Unos seis meses atrás, un hombre que parecía arrogarse los poderes de un ángel vengador se había instalado en el pueblo a invitación de un viejo amigo. Llovía a raudales, el día aquél, cuando el tipo entró en el pueblo, parecía un andrajoso espantapájaros encorvado; con los ojos hundidos en la cara, el cansancio de sus andares seniles casi no se reflejaba en su mirada; una mirada a ratos huidiza, a ratos penetrante e inquisidora.

Acostumbrado a hacer largas distancias a pie, el hombre había viajado durante una semana, andando de día como de noche, mientras no le dominara el cansancio. Era de vital importancia que llegara a su destino no más allá de siete días tal como convino con el patrocinador de aquél siniestro viaje, su viejo amigo.
Sujetado con unas sucias cuerdas llevaba suspendida a la espalda una especie de petate que no era tal petate, algo así como un envuelto en el que guardaba lo que parecían ser sus escasas pertenencias. Nadie supo nunca lo que realmente contenía aquel singular guarda equipaje.

Por cada pueblo por donde se hospedaba durante su trayecto, el anciano iba dejando tras de sí un reguero de muerte y desolación.

Nuestro viajero, un hombre de edad incierta había sido instruido desde su tierna infancia en el conocimiento de los secretos del bien y del mal. Sus antepasados lo legaron los saberes sobre todos los poderes curativo y destructivo de las plantas y las flores. La relación del agua y el fuego en el karma de los hombres. Conocía, como los mullah con los versículos coránicos, el efecto de ciertas curaciones sobre las enfermedades durante las fases lunares. Por decirlo de alguna manera, podía disponer de la vida y de la muerte.
De sus años mozos recordaba un gran estruendo que retumbó en todas las aldeas y plantaciones de su comarca.
Unos seis meses atrás, una especie de ángel vengador se había instalado en el pueblo a invitación de un viejo amigo. Llovía a raudales el día cuando aquél tipo entró en el pueblo. Parecía un andrajoso espantapájaros encorvado, con los ojos hundidos en la cara, el cansancio que desvelaban sus andares seniles a penas se reflejaba en su mirada; una mirada a ratos huidiza, a ratos penetrante e inquisidora.

Acostumbrado a hacer largas distancias a pie, el hombre había viajado durante semanas, andando tanto de día como de noche, mientras no le dominara el cansancio. Era de vital importancia que llegara a su destino no más allá de los siete días tal cual convino con su anfitrión. Sujetado con unas cuerdas llevaba suspendida al hombro una especie de petate que no era tal petate, algo así como un envuelto en el que guardaba lo que parecían sus pertenencias. Nadie supo nunca lo que realmente contenía aquel singular guarda equipaje.

Al paso de cada pueblo por los lugares donde se hospedaba a lo largo de su trayecto, el anciano iba dejando tras de sí un reguero de muerte y desolación. Era de profesión cazador de hechiceros y brujos.(Continuará)



 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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